2005/01/05

Tsunami

When the earthquake struck beneath the Indian Ocean on the other side of the world, my accomplice and I must have been in the air between Stanstead, London and Valladolid. In Indonesia it was the afternoon, in London the morning of that same day, December 26. We would know nothing about it until that night in our hotel, the Vieja Chimenea of Herreros (Soria, Spain), after battling a blizzard to get there. Toñi, co-proprietress of the rustic hotel, reported what she had just heard on the radio about thousands of deaths. News of the Asian catastrophe made our seven-hour adventure through blinding snow on slick and unfamiliar roads evaporate into insignificance.

Not all humans, though, have a sense of proportion between their own inconvenience and someone else’s calamity. According to El País, at least one European in Phuket was loudly complaining that he had “lost everything” – meaning his passport, his money and his luggage –even as he and his healthy wife stood among cadavers of the drowned.

In Thailand, we’ve learned, more tourists than natives died, though in most of the countries affected the proportions were reversed. “Tourist” doesn’t really tell us anything except that they were foreigners who did not have business reasons to be there. All we can say about all those Swedes and other Europeans and the fewer Asian and American tourists is that they were escaping whatever was their routine back home. Just like human beings everywhere since the first Homo sapiens peered out through the forest and wondered what was on the other side. Curiosity and lust for adventure are essential to being human, for those in the middle class, urban routines of the developed world as well as those outside it who are dying (sometimes literally) to get in – Moroccans and Malians who wash up on the shores of Spain, Mexicans who risk death in the desert to cross into the United States, and countless others who are usually not considered “tourists,” though they too are seeking to escape deadly routines. It is understandable, acceptable and even admirable that so many European tourists want to experience something of Southeast Asia. What not acceptable nor admirable, though it is understandable, is that in the context of such general suffering many of them remain concerned only about their own safety and comfort, and some of those who escaped serious loss are even back at the Thai beaches, bellies bared to the sun and still demanding to be pampered.

2005/01/03

Notas de viaje

With apologies to visitors who don't read Spanish; with so much travel, I haven't had time to translate. Now that we have reached our destination, Carboneras, where we'll be staying for the next two months, I'll have a little time for future postings in English.
Valladolid
12/26/04. Llegamos de Londres, Ryanair, sobre las 2 p.m., donde terminamos de recoger el equipaje y firmar los papeles para el coche de alquilar (un pequeño Citroen) sobre las 3, 3;30. Nos quedamos en el aeropuerto un rato más para terminar de comer los sándwiches que trajimos de Stanstead. En la ciudad (Valladolid), pudimos ver el Convento de las Clarisas Reales, donde se firmó en 1494 el Tratado de Tordesillas, en que dividió entre España y Portugal las tierras recién descubiertas y por descubrir en todo el mundo. Fue el verdadero comienzo de la globalización.
La Vieja Chimenea
La nevada empezó casi inmediatamente, y llegó a ser tan fuerte que la Guardia Civil paró todo el tráfico en las rutas desde Valladolid y Soria (la nuestra) y a Burgos, y el ejército español sacó a gente de sus coches y le daban comida – según lo que supimos luego. Cuando nos vimos paralizados detrás de una larguísima cola de camiones, salí de la ruta – siguiendo otros coches – para buscar un camino paralelo. Me pareció inútil, o sea, el otro camino no parecía llegar muy lejos, y no vi otra alternativa sino regresar a la carretera, donde pude insertarnos cerca de la cabeza de coches detrás de algunos camiones. Alguien en chaleco de emergencias nos dirigió a seguir otro coche, entrando la vía contraria para saltar los camiones parados, y seguimos camino. Así, ignorando las órdenes de la Guardia Civil, seguimos, sobre la carretera resbaladiza y con visibilidad casi nula, hasta llegar al desvío para Abejar, y desde allí al hotel rural de Toñi y Javier Romera en Herreros. Así que perdimos una oportunidad para probar el rancho del ejército español. Andrés, otro de los huéspedes en la Vieja Chimenea, nos dijo por experiencia que no habíamos perdido gran cosa. En su lugar, comimos una cena fisna de pato à l’orange que Toñi había aprendido de alguna recetera de la asociación de hoteles rurales. Y un muy delicioso vino joven de la provincia.
En Herreros en 1880 nació Teodoro Torre Nicolás, el abuelo de Susana, de donde emigró para Argentina en 1893, según un artículo en una revista argentina de alrededor de 1926 que el primo de Susana había fotocopiado y enviado a ella. Entonces Herreros había sido un pueblo más importante, cabeza de partido (no sabemos exactamente que esto significa, pero suponemos que sería algo como sede administrativo de una subregión de varios pueblos). En una colina cercana hay una cruz de piedra, como 1,5 m de altura, que marca el crucero de caminos que era la razón de ser de este pueblo, fundado en el s. XIV para ofrecer servicios de reparación y hospedaje a los carreteros – por eso, era un pueblo de ferreros, o herreros. Perdió toda esa función y su tráfico a abrirse el ferrocarril, no sé en que año pero posiblemente antes del nacimiento de Teodoro.

Todas las casas de Herreros y los pueblos cercanos, hasta posiblemente los 1950s o 60s, eran esencialmente chimeneas, que podían tener (como la casa donde quedamos) otro ambiente anexo. La chimenea es un gran cono hecho de un tejido de ramas rellenadas de barro, que funciona exactamente como un tipi de los indígenas norteamericanos. En el centro se hacía el fuego, y alrededor – dentro de la chimenea – la gente comía, compartía, vivía. En los días de frío, cuando se hacía un gran fuego, se abría la puerta al aire frío, que hacía que el humo subiera derecho para las aperturas en la punta del cono. El otro ambiente era para dormir, y se calentaba por el calor de la gruesa pared de piedra que los separaba de la chimenea.
Hoy día Javier Romera, que nació en esa casa hace unos 40 años y que volvió tras vivir en Madrid, ha ampliado la casa con una sala comedor y cocina en la planta baja y tres habitaciones en una segunda planta, todas calentadas de alguna manera más moderna. Por esa razón, ya no se puede usar la chimenea como antes: al igualar (más o menos) la temperatura del aire dentro y fuera de la chimenea, quitando la diferencia de presión, ya el humo no sube sino llena toda la casa.
Supimos que la emigración de Teodoro Torre para Argentina no era excepcional; emigraron muchos de aquí para allá. Este detalle queda por investigar: mi hipótesis es que el hecho crítico fue la apertura del ferrocarril, que hubiera simultáneamente reducido las posibilidades de modesta prosperidad en Herreros y abierto comunicaciones (noticias del Nuevo Mundo entre otras cosas) y la posibilidad de desplazarse para lejanas tierras.

Además de Toñi (oriunda de Madrid) y Javier, conocimos a la familia de Andrés (de padre navarro y madre sevillana, o algo así), su mujer Nuria (catalana) y sus hijas Mar (8 años) y Clara (6). Viven en Barcelona, donde Andrés se ha visto obligado a aprender catalán, que es lo que Nuria habla con las chicas. Él trabaja en alguna empresa que ofrece servicios de contabilidad a otras empresas. Tiene 41 años, es creyente católico, y ha empezado a preocuparse por las condiciones morales de la vida, y de no creer que llegar al tope en su profesión sea tan importante como llevar una vida buena y dejar al mundo un poquito mejor que como lo encontramos. Al menos, eso decía en estos días de vacación de navidad. Después, en nuestra segunda y última noche ahí (12-27), llegó otra pareja, Antonio y Eva, de Madrid. Casados o novios no sé, pero estaban alegres y casualmente los vi muy abrazados y besuqueándose en el coche frente al hotel rural, donde seguramente habían ido para buscar privacidad. La privacidad es difícil en un pueblo chico.
Soria
Soria es una pequeña ciudad simpática donde, a pesar del intenso frío, salimos a caminar por las angostas y antiguas calles de adoquines para visitar varias iglesias románicas, o sea, muy antiguas, de antes de la Reconquista.

Calañatazor es un castillo o fortaleza construida arriba de un gran peñon. Caminar por allí, en el silencio del invierno polar (muy poco gente salía en ese frío) era remontarse al siglo XIII, ya vencidos los moros de la zona pero todavía en guerra con otros reinos o ducados cristianos.
Medinaceli
Como Calañatazor, una pequeña ciudad amurallada arriba de una meseta de roca sólida. Frío, frío, con mucho viento. Todo negocio cerrado salvo un, un barcito donde encontramos una merienda de tapas variadas y cerveza. Entre sus monumentos (iglesia medieval, un arco romano invisible debajo del andamio de una obra de restauración) hay una piedra tallada en memoria de Ezra Pound, que – según dice – vivió en ese lugar por algún tiempo.
Alcalá de Henares
Diciembre 28, Día de los Inocentes, a la tarde. Camino a Madrid, salimos de la autopista para entrar donde decía “Universidad” de Alcalá de Henares, antes de entrar la ciudad, pero fue una gran decepción. Ningún signo de las pérgolas de Dieste, que era lo que Susana quería ver, y todo era un recinto moderno y banal. Salimos de allí y fuimos al centro de la ciudad, aparcando el coche en la c/ Libreros, esquina con El Gramático Nebrija. Una coyuntura inolvidable.

Libreros lleva a la Plaza Cervantes, pasando la verdadera y antigua Universidad de Alcalá, de larga fama. En la oficina de turismo nos dijeron que las pérgolas de Dieste en el nuevo recinto, donde llegamos primero, se habían caído, así que no perdimos nada que se podía ver.

La vieja ciudad es muy atractiva, con sus antiguas casas centenarias y calles estrechas. Libreros se convierte en la Calle Mayor después de la Plaza Cervantes, y como Calle Mayor es peatonal (o por lo menos lo era el día 28, Día de los Inocentes). Estaba llena de gente, incluyendo muchos niños. Un bochinche alegre salía de una murga, que llegó a donde habíamos llegado Susana y yo, y la seguimos por la calle. La murga consistía, primero y más ostentosamente, de un joven muy ágil en ancas; dos jóvenes más en uniciclos, y manejando los palos de juggling; una joven (la única hembra) a pie pero también juggling; dos flautistas con flautas de diferentes tamaños y que tocaban muy duro; y un hombre alto y corpulento y otro más bajo, con tambores. Todos vestidos de “juglares” del medioevo, con boinas grandes como usaban los catedráticos del Siglo de Oro, túnicas y tights. En un momento, uno de los palos que tiraban los jugglers se perdió en un balcón. Todos los pitos duros y exigentes del zancudo no sirvieron para que nadie en esa casa lo recogiera y lo devolviera. Entonces el hombre, sin quitar las ancas, se encarama por un pilar hasta alcanzar el balcón, se hala arriba y saluda con pitazos a todo el mundo desde allí, hasta luego reaparecer con grandes ruidos por la puerta de la calle. Mientras tanto, los flautistas dan aires que varían de “Navidad, navidad” (“Jingle Bells”) hasta melodías renacentistas. Muy muy divertido.

En un instituto sindical (no sé si de la CGT o Comisiones Obreras) llamado Pablo Iglesias, daban una muestra sobre la historia de la lucha por el voto de la mujer. Muchas fotos históricas, donde no podía faltar la Pasionaria, Dolores Iturbide, y otras mujeres de otras tendencias políticas.

Entramos el edificio mayor de la universidad. Una belleza, construida creo en el s. XV, con añadidura del s. XVIII. Cuatro o cinco plantas alrededor de un gran patio, y después otro patio con sus edificios (la parte agregada en el s. XVIII) detrás.
Después dimos una pequeña vuelta por la ciudad, terminando con una visita a la iglesia que diseño Dieste – parecida a, pero más grande y menos elegante que la que vimos en Uruguay, con sus paredes de ladrillo curvadas y su claraboya sobre el altar. Estaba “cerrada” pero nos metimos, porque una puerta de servicio estaba abierta. Y entonces, ya de noche, empezamos viaje por la carretera hacia Chinchón.
Chinchón
La Plaza Mayor es redonda cual plaza de toros, y todas las casas alrededor – hoy restaurantes – tienen balcones para ver las corridas de toros o las subastas de oliva que se hacen aquí. Llegamos sobre las 9 de la noche a la Posada del Arco, un barcito sobre la plaza, de donde Roberto – que debe ser hijo del dueño – nos llevó a pie unos metros adentro de una callejuela a un patio y nuestro apartamento, “El del Pozo”. Baño, sala de estar (con refrigerador), y dormitorio. Después comimos en el restaurante más pretencioso (y a lo mejor, el mejor de la plaza), donde pedimos lo que resultó ser mucha comida, demasiado. Aperitivos surtidos, plato de legumbre para compartir. Después, Susana, medio pollo con patatas. Yo, codillo (lo pedí porque no lo conocía; es lo que creo que llamamos “pig’s knuckle” en el campo estadounidense). Y vino, por supuesto. Todo sabroso – las legumbres, donde no podía faltar la panceta, eran especialmente ricas – pero todo muy abundante. Y lo peor de esta historia es, lo comimos todo, o casi.
Al día siguiente nos levantamos tarde y, de desayuno, tomamos nada más que el Nescafé soluble en la habitación. Después caminamos por el pueblo, subiendo las calles empinadas hasta arriba del Teatro Lope de Vega, de donde se tiene una amplia vista de la plaza y gran parte del pueblo. También entramos el Parador, muy elegante. Y nos marchamos a Madrid.
Madrid
Llegamos sin mayores problemas a los Apartamentos Juan Bravo, donde dejamos todo el equipaje, y entonces entregamos el coche a la compañía Atesa en Atocha. Me impresionó mucho la estación RENFE en Atocha. Es fácil entender porque sería un blanco interesante para cualquier terrorista que quisiera hacer un gran impacto en España; es probablemente el lugar donde se puede matar a la mayor número de personas con máxima eficiencia, dado la densa circulación de personas llegando o saliendo a los trenes de Cercanías. Lo único que se podía notar del ataque era la valla fea alrededor del espacio delante de la fachada. Por dentro, el lugar parece en perfectas condiciones y actividad. Es una inmensa bóveda de hierro y vidrio. En el centro, hay una pequeña selva o jardín de palmeras y otras plantas tropicales, cruzado por calzadas con bancos para sentarse. En cada costado a diversas oficinas (billetería, información, atención al cliente) y algunos negocios; atrás, saliendo de la bóveda a un ancho espacio que hay que cruzar para llegar a los andenes de los trenes, hay tiendas de diversos tipos y cafés y restaurantes. Entra mucha luz – todo el techo es una ventana – y todo me parecía muy bien.

Comimos unos bocadillos de chapata con jamón ibérico, recogimos los boletos para el viaje a Almería, y caminamos la corta distancia al Museo del Prado. Entramos por la Puerta de Murillo (sureste, me parece), pagamos la entrada y dejamos los abrigos en consigna cuando supimos que, para ver la gran exposición de retratos españoles desde Zuloaga a Picasso, tendríamos que salir por el otro extremo (Puerta de Goya) y hacer cola en la escalera para volver a entrar. Y así hicimos. Afortunadamente no hacía tanto frío como en Soria, y pudimos aguantar los 15 o 20 minutos de cola. Y valía la pena. A los dos nos gustó mucho la exposición, una selección didáctica de los miles de retratos en la colección del Prado, organizados para permitir entender la evolución del retrato desde las pinturas religiosas, a los retratos de la corte (con unas comparaciones muy interesantes entre obras de Velásquez y de Goya, donde éste había tomado temas parecidos a algunos cuadros famosos de aquél, pero con tratamiento distinto), retratos de burgueses y amigos en el s. XIX, hasta las muy inventivas obras de Picasso.

Me sigue gustando Goya, y lo encuentro muy interesante como pintor y como persona, pero no llegaba ni lejos de la facilidad de Velásquez, que era mucho mejor dibujante de las facciones de la gente y también de los animales. Los toros y caballos de Goya son como de comic book. Pero muy enérgicos. En sus retratos de la familia de Felipe IV, Goya puede ser hasta cruel. A la duquesa de Alba la trató con mucho cariño con los pinceles, en dos grandes retratos de cuerpo entero, uno con vestido nacional (español), otro con vestido internacional. El final de la muestra era un magnífico autorretrato de Picasso, su penúltimo, cerca del fin de sus días, donde captó la intensidad de su propio ser. El final de nuestra visita, sin embargo, fue un pequeño salón al lado, donde vimos las famosas majas de Goya, la vestida y la desnuda. Un gran final de visita.

De allí fuimos al Museo de la Reina Sofía, más por la arquitectura nueva de Jean Nouvel que por la exposición de Antoni Tapiès. esculturas en barro. El salón de esa muestra era la única parte de la nueva obra de Nouvel que estaba habilitada. Y así llegamos a hoy, 12-30, un día de descanso, donde he tomado la oportunidad para escribir todo esto.